03 de Mayo de 2007
Tal vez suene demasiado anticuado, pero se me antoja que poco a poco nuestra lengua se ha ido enredando y estancando en un eterno y repetitivo mar de palabras inventadas, malversadas o tan solo recurrentes que dejan tras si un discurso vacío y lánguido que paradójicamente habla muy mal de nuestro idioma.
Quiero detenerme a analizar cierto fenómeno que he venido detectando desde hace un tiempo en el discurso cotidiano. Por una parte las personas ya sean jóvenes o adultos han asumido una postura defensiva ante el uso de adjetivos, popularizando la siguiente expresión:
“Es que mi papá es tan ESTE”
“El doctor es tan ESTE”
“El alcalde es tan ESTE”
Dejando claro que las personas no están señalando a los sujetos en cuestión como puntos cardinales, me sobrecoge la carencia en el uso de los adjetivos siendo que nuestro idioma está abarrotado de ellos.
Por otra parte, siento que se han dejado atrás una gruesa cantidad de interjecciones exclamativas que ahora solo se encuentran en las tiras dominicales o en los cómics de vieja data, algunos ejemplos:
¡Atiza!, ¡Ea!, ¡Diantres!, ¡Recorcholis!, ¡Carambolas!, ¡Zambomba!, ¡Caracoles!, ¡Cáspita!
Todos ellos reemplazados por los burdos y comunes: ¡jue’puta!, ¡Mierda! y ¡Carajo!
En definitiva pues, estamos dando al traste con partes sustanciales de nuestro idioma que valdría la pena rescatar antes de terminar agarrándonos a garrotazos en medio de un ensordecedor barullo de ruidos guturales, con el telón musical de fondo de el consabido y al parecer imperecedero reggeaton.
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